Las gotas escurrían por aquel frío cristal como húmedas caricias, tiñendo de fina luz la oscura noche. Él entró sigiloso a la habitación y me observó suspirarle a la fría lluvia de noviembre. Observó la curvatura de mi cuerpo, sugerente y sensual, y mi reflejo leve en la ventana que se empañaba con cada respiración. Se aproximó despacio y silencioso. Me estremecí cuando su fría mano acarició mi nuca, deslizando sus dedos por mi pelo mientras desnudaba mi cuello. Pude sentir que algo dentro de mí estallaba cuando sus cálidos labios se posaron sobre mi nuca y muy lentamente se iban desplazando por mi cuello como húmedas caricias. Mientras su mano izquierda se enredaba en mi pelo, sentí como la otra se deslizaba por mi espalda lentamente hasta alcanzar el muslo y volvía a ascender lentamente pasando a escasos centímetros de mi ardiente sexo. Recorrió mi cuerpo hasta alcanzar mis manos y, entrelazándolas, las plantó en el cristal. Volvió a recorrer mis brazos y deslizó sus manos hasta mis pechos. Sin dejar de acariciarlos, hizo saltar los dos primeros botones de mi blusa y se deslizó por debajo haciendo zozobrar mi cuerpo. Sus dedos acariciaron mis pezones erectos con suavidad y, mientras sus labios aún deambulaban por mi sumiso cuello, apretó su pelvis contra mí y lentamente trazamos círculos lascivos y sensuales. Podía sentir cerca de mí como su erección aumentaba a cada instante y aquel movimiento suave, mecánico, húmedo, fue incrementando la velocidad y la brusquedad al ritmo que marcaba nuestra respiración. Y de repente cesó. Cesaron sus besos mojados, sus lascivas caricias, su presión sobre mi trasero, su respiración cálida sobre mi nuca.
Abrí los ojos con la sensación de que había sido un sueño erótico pero aquella ventana delató su reflejo junto a mí. Tan sólo nos detuvimos un segundo. Un instante. El tiempo necesario para que él me hiciera girar como si de un paso de baile se tratara y clavara su mirada esmeralda en mí y, esbozando una sonrisa susurró un “te quiero”.
El tiempo volvió a detenerse un segundo más antes de que sus labios y los míos colisionaran violentamente. Mis manos, ansiosas, recorrieron su torso intentando memorizar cada centímetro de su piel, trepando por su cuello hasta enredarse en su pelo mientras sus manos bajaban por mi espalda y nuestras lenguas luchaban a muerte entre ellas. Alcé despacio la pierna acariciando la suya hasta la altura de su cadera forzándole a sentir mi deseo incandescente y su réplica fue inmejorable, tras juntar las manos en mi trasero, me elevó dejándome a su merced. Recorrimos la habitación sin soltarnos ni un instante, enroscando nuestros cuerpos como se enroscan las serpientes. Me aferré a los bordes de su camisa y tiré de ella con fuerza, acariciando su pecho con mis uñas, dejando su pecho al descubierto y descendí de sus jugosos labios y su tierno cuello colmándolo de largos besos y suaves mordiscos. Deseaba absorberle. Deseaba apretarlo contra mi lujurioso cuerpo hasta fundirnos. Frotarnos hasta sacarnos brillo. Con un movimiento suave y hábil, me recostó en la cama mirándome fijamente a los ojos. Sus labios volvieron a posarse sobre los míos y lentamente se deslizaron por mi cuello hasta alcanzar mis pechos. Con agilidad, hizo saltar el corchete de mi sujetador liberándoles de su cárcel de encaje y los apretó con firmeza. Su lengua cayó sobre uno de mis pezones, recorriéndolo en círculos húmedos mientras sus labios lo presionaban y sus dientes lo rozaban con sugerente sensualidad. Ya no era dueña de mí. Ni controlaba mi respiración ni controlaba mi deseo. Sus labios pecaminosos siguieron su descenso hasta mi ombligo, y mientras jugueteaba con él, sus manos ponían todo su empeño en desabrochar mis vaqueros. Los hizo resbalar por mis temblorosas piernas, incorporándose, monumental y poderoso, ante mi sumiso cuerpo. Como si de una reverencia se tratase, volvió a inclinarse ante mí y me beso, largo y profundo, en los húmedos labios enfundados en fina tela. Su lengua cruel zigzagueó de abajo a arriba y de arriba abajo haciendo que todo mi cuerpo se estremeciese en el mejor de los placeres. Con delicadeza, enganchó mi tanga con sus finos dientes y tiró de él despacio, receloso, y esta vez, lo hizo desaparecer de rodillas ante mi suplicante sexo que lloriqueaba deseoso de sentirle dentro de él. Y su lengua volvió a mostrar su crueldad como si de un apéndice de su mano se tratase. Trazó círculos perfectos en mi hinchado clítoris. Lo acarició de arriba abajo y de derecha a izquierda. Y de vuelta a los círculos. Enredé mis dedos en su pelo y gemí con cada caricia.
Reptó por mi cuerpo hasta volver a enfrentar nuestras iluminadas miradas; hasta volver a enfrentar nuestras inquietas lenguas mientras, como el vaivén del mar, acariciaba con su erección enfundada mi húmedo clítoris. Deslicé mis inquietas manos por su costado y me aferré a la complaciente goma de sus bóxers y tiré de ella con cuidado, terminando de quitárselos con los pies. Ahora era una batalla justa, cuerpo a cuerpo, piel contra piel. Como si nada hubiese cambiado, su movimiento repetitivo y húmedo seguía estremeciéndome, torturando mi deseo que se incrementaba a cada roce. Y el recorrido cada vez era más y más largo. Pude sentir como estallaba el placer cuando sentí que se empezaba a abrir paso dentro de mí, despacio, cuidadoso, firme… Me besó al ritmo que hacía bailar su cuerpo sobre el mío, lentamente, con un gesto pélvico casi perfecto que a cada embestida incrementaba la velocidad. Sentía sobre mis pechos el roce de su piel sudorosa y el latir ansioso de su corazón. Desprendí mis labios de los suyos para poder coger una bocanada de aire ya que mi respiración era tan acelerada que no podía contener los gemidos. Sus labios cayeron sobre mi cuello y, al arquear su espalda, pude sentir que su pene llegaba a rincones remotos de mi ser. Su movimiento hipnótico era casi perfecto pero mi alma necesitaba más. Luché por quitármelo de encima y, allí tumbado, desconcertado, le miré y sonreí. Me deslicé hasta los pies de la cama y, a cuatro patas sobre él, me deslicé de nuevo hasta toparme con su enrojecida erección. Pasé mi lengua de abajo a arriba, tracé círculos con mi caliente lengua sobre la punta de su falo y volví a deslizar la lengua hacia abajo, esta vez envolviéndolo con mis labios, y como si se tratase de un helado, lo lamí, lo succioné, lo acaricié suavemente con los dientes, con las manos.
Clavé la mirada en sus verdes ojos que radiaban placer y deslicé una vez más mi lengua hacia la punta pero esta vez seguí gateando sobre él, mordiéndome sensualmente el labio inferior hasta que nuestros sexos se volvieron a ver confrontados. Yo podía sentir su humedad y él podía sentir mi calor aún a pesar de que nuestros genitales estaban separados por un par de centímetros. Recorrí su cuello de abajo a arriba, simulando de nuevo las caricias húmedas en su pene, mordisqueé y succioné su nuez y le besé con rabia, con firmeza. Anhelaba fundirme en él. Bajé un poco la cadera para que sintiera más cerca mi ardiente deseo pero sin dejarle adentrarse en él. Sus manos se aferraron a mi trasero. Sus caricias eran suaves y firmes, casi rozaban las cosquillas. Descendí hacia su pene a la vez que alzaba el cuerpo, mirándole a los ojos, volviendo a introducir su pene dentro de mí, despacio, recreándome en el momento, hasta quedar totalmente vertical sobre él, con todo su poderoso pene dentro de mí. Sus manos vagaron tímidas hasta mi cadera y, al ritmo de mi pausado movimiento que fue acelerándose a medida que sus manos alcanzaban mis pechos. Los acarició con delicadeza pero aferrándose a ellos como el que se aferra a un deseo, mientras mi cadera anulaba mi propia voluntad. Apoyé las palmas de mis manos sobre su pecho mientras cabalgaba sobre su pene que se deslizaba por mi vagina haciendo zozobrar todo lo que acariciaba. Extasiada, dejé atrás los movimientos largos y pausados y di pie a los movimientos cortos, rápidos e intensos. La música que nos ambientaba inundó la habitación de sonoros y placenteros gemidos y sentí como algo estallaba dentro de mi vagina. El placer más intenso estalló en mi vagina, hizo zozobrar mi clítoris y recorrió mi espalda, erizándome los pezones, desvaneciéndose en mi nuca e iluminando mi mirada. Ambos nos miramos, aún tembloroso ante aquel orgasmo brutal que nos había llevado al final del infinito, y como una niña que acabara de perder la virginidad, le sonreí y lentamente me incliné sobre él hasta encontrarme de nuevo sus labios.
Nuestros cuerpos sudorosos y complacidos, estaban de nuevo pegados, aún con su pene en mi vagina, con sus dedos enredados en mi pelo y acariciando mi espalda, en silencio, escuchando ahora como empapa la ciudad la fría lluvia de noviembre.
*Publicado por primera vez en la resvista online Entratodo (http://www.entratodo.com/) en noviembre del 2009.
¿Cómo lo definiría?...muy intenso. Está mejor que bien. A ver si animas y vas colgando relatos breves para tus lectores (que somos como Teruel, ¡existimos! -al menos yo soy de carne y hueso-).
ResponderEliminarPor cierto, en la foto de arriba he contado seis manos...o sobran manos o falta gente...¿o has intentado darle un toque de ciencia ficción, haciendo que el amante sea un mutante de cuatro brazos?. Jajaja.